Poeta griego, generalmente considerado como el mayor poeta lírico de la literatura griega. Píndaro nació en el año 518 a.C., en Cinoscefalae, cerca de Tebas, en el seno de una familia aristocrática conocida como los ageidas. Sus amplios conocimientos geográficos, pueden atribuirse a la influencia de su familia en toda Grecia. Al parecer estudió con la poetisa de Boecia, Corinna, y fue derrotado por ella en un concurso poético.
En años posteriores, Píndaro viajó por todo el mundo griego, y su fama nacional le hizo merecedor de numerosos encargos. Pasó dos años en Sicilia, invitado por Hierón I, rey de Siracusa, y compuso Epinicios (Son cantos en honor a los vencedores en las fiestas deportivas) para Hierón y otros reyes, así como para las más nobles familias griegas. Ningún otro poeta griego supo expresar como él tanto interés por la religión y la lengua común, y por la tradición recuperada de los juegos olímpicos panhelénicos. Píndaro representa la lírica coral griega, compuesta para ser cantada, con acompañamiento musical, por coros de jóvenes, en oposición a la lírica personal, cantada o recitada por una sola voz. Compuso para los dioses himnos, odas, canciones, cantos fúnebres y elogios, pero de toda esta producción no quedan más que unos cuantos fragmentos. Su obra conocida abarca al parecer sólo una cuarta parte del total de su producción, y está formada por cuarenta y cuatro epinicios u odas triunfales en honor de los vencedores de los cuatro grandes juegos nacionales.
El procedimiento habitual de Píndaro para alabar a los vencedores de los juegos consistía en insertar en la parte central del poema un mito que expresaba el estado de ánimo general en esa ocasión o relacionaba al héroe victorioso con el pasado mítico. Introduce en sus odas numerosas reflexiones de carácter religioso y moral, y proclama la inmortalidad del alma y la existencia del juicio futuro.
POEMA
II
¡Imposible me resulta llamar glotón a un bienaventurado! ¡Me aparto de ello!
¡Cuántas veces la miseria ha caído en suerte a los maledicentes!
En verdad que si hubo un mortal honrado
por los vigías del Olimpo, ése fue Tántalo,
mas no pudo digerir
su gran fortuna, y por causa del hartazgo
se ganó un castigo espantoso, la pesada
piedra que sobre él colgó el Padre;
el continuo deseo de apartarla de su cabeza
le hace perder el rumbo de la felicidad.